Cuando estalló el escándalo Marco se esgrimieron una gran cantidad de argumentos contra Marco; aunque, también alguno a su favor. En el momento de explosión de esta bomba informativa yo era joven, me picaba el gusanillo de la curiosidad por entender a este hombre y el porqué de sus mentriras. Ahora, con ayuda de Javier Cercas en su libro El Impostor, voy a tratar de desmontar los argumentos en favor del Señor Enric Marco.
El principal argumento contra Marco era insostenible, el que hablaba a su favor también. El principal argumento que se esgrimió contra Marco apenas necesita refutación. La impostura de Marco es un combustible ideal para los negacionistas, entendiendo por tales quienes proclaman que los nazis no eran tan malos como ahora se dice, que Auschwitz no fue un matadero industrial y que los casi 6 millones de judíos muertos son un invento de la propaganda sionista. Apenas hubo en España un comentarista que, a propósito del caso Marco, no repitiese ese argumento. A nuestro hombre le preocupaba bastante que el único daño real que hubiese hecho furea dar aire a los negacionistas. Mientras el estaba en la cresta de la ola, con sus charlas cómo líder de la Amical de Mauthausen, sus esfuerzos se centraban en no dar aire a los negacionistas que amenazaban con borrar de la memoria del planeta a las víctimas del peor crimen de la humanidad.
Todo esto es un disparate. Una locura. Una tontería. Los horrores de los nazis son uno de los hechos más conocidos y mejor documentados de la historia reciente, y a principios del siglo XXI los negacionistas no pasan de ser cuatro anormales perfectamente identificados y tan peligrosos como quienes afirman que la Tierra es plana o que el hombre nunca pisó la Luna. Esta clase de gente no necesita combustible alguno: se alimenta sola. De hecho, que yo sepa, los negacionistas sólo han intentado usar el caso Marco a su favor en una ocasión. Fue en 2009, cuando la Audiencia Provincial de Barcelona juzgaba a Óscar Panadero (propietario de la librería Kali, acusado de dirigir una organización neonazi), y el librero se negó a contestar al abogado que representaba a la Amical alegando que Marco había sido su presidente. Era un alegato absurdo: tan absurdo como si se hubiese negado a contestar al abogado porque aquel día estaba lloviendo o porque hacía sol. Tan absurdo como pensar que pueden ponerse en duda los crímenes nazis porque alguien que dijo que los había sufrido en realidad no los había padecido, o como pensar que puede ponerse en duda la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York porque Tania Head, quien durante mucho tiempo fue la presidenta de la asociación de las víctimas del atentado, era una impostora y el 11 de setiembre de 2001 ni siquiera estaba en la ciudad. En realidad, a estas alturas el debate sobre el negacionismo del Holocausto es un debate muerto, o como mínimo agonizante: sostener que está vivo sólo delata ignorancia sobre la realidad del Holocausto y las discusiones que giran en torno a él. O como en el caso Marco y de muchos combatientes contra el negacionismo, un deseo de magnificar su combate creando un enemigo ilusoriamente poderoso.
El principal argumento que se esgrimió a favor de Marco al estallar el caso es igual de incoherente pero más sofisticado que el anterior. La sofisticación es lógica: el desafuero perpetrado por Marco resulta tan palmario que salir en su defensa con alguna seriedad parece una empresa reservada a cínicos, sofistas o inteligencias intrépidas (o temerarias). Es verdad que el señor Marco nunca estuvo en Flossenbürg y que es un mentiroso. Pero es un mentiroso que decía la verdad: su minúscula mentria sirvió para difundir la ingente verdad de los crímenes nazis y, por lo tanto, no es condenable, o no es tan condenable como otras.
El argumento, ya digo, es insostenible, aunque cueste más trabajo refutarlo que el anterior. De entrada porque plantea dos problemas. El primero es descomunal, pero su formulación nos lleva a una pregunta senzilla: ¿es moralmente lícito mentir? A lo largo de la historia, los pensadores se han dividido respecto a esta cuestión: relativistas y absolutistas. Contra lo que cabría suponer, poerque el pensamiento tiende de manera indefectible a lo absoluto, los mayoritarios son los relativistas, aquellos que como Platón o Voltaire, razonan que la mentira no siempre es mala y a veces es necesaria, o que la bondad o la maldad de una mentira dependen de la bondad o la maldad de las consecuencias que provoca: si el resultado de la mentira es bueno, la mentira es buena; si el resultado es malo la mentira es mala. Por el contrario, los absolutistas argumentan que la mentira es en sí misma mala, con independencia de sus resultados, porque constituye una falta de respeto al otro y, en el fondo, una forma de crimen, como dice Montaigne. Pero incluso Montaigne que era gran defensor de la verdad defiende en un esayo recordando las nobles mentiras platónicas.
En realidad, hasta donde alcanzo sólo Immanuel Kant llevó a su límite lógico el principio absolutista de la veracidad. Kant puso un ejemplo célebre: supongamos que un amigo se regugia en mi casa porque lo persigue un asesino. Supongamos que el asesino llama a la puerta y me pregunta si mi amigo está en casa o no. En esta situación Kant afirma, mi obligación moral no es mentir sino, como en cualquier otra situación, decir la verdad: mi obligación no es decirle al asesino que mi amigo no está en casa, aun a riesgo de que entre y lo mate.
A Kant no le faltan razones, la más importante: la que desprende del imperativo categórico, según el cual hay que obrar de forma que podamos desear que todas nuestar acciones se conviertan en principios universales, válidos para todos. Traducido al ejemplo anterior, esto significa que a corto plazo mi mentira quizá provocaría el pequeño bien de salvar la vida de mi amigo, pero, dado que la sociedad se funda en la confianza mutua entre los hombres, a lorgo plazo acabaría provocando el enorme mal del caos absoluto. El argumento es impecable aunque seamos muy pocos los que queramos darle la razón entera a Kant.
Los defensores de Marco sostienen que las mentiras de Marco eran mentiras nobles. Sostienen que sí, fue un impostor, pero, como de sus labios jamás salió una falsedad histórica, sus ficciones dieron a conocer urbi et orbe la realidad de la barbarie del siglo XX y, por tanto, sus mentiras fueron buenas. Aquí reside el problema: ¿jamás salió una falsedad histórica de los labios de Marco? Supongamos por un momento que sus mentiras fueron altruistas y didácticas y no eran mentiras narcisistas y, por tanto, no mintió por protagonismo. Veamos el resultado de sus mentiras no el origen. Aquí la pregunta es ¿mentía Marco con la verdad?
Por supuesto que no. Aunque siempre procuró documentarse a fondo, leyendo libros y empapándose de los relatos escritos y orales de los supervivientes, Marco a menudo cometió errores e inexactitudes, de forma que sus relatos son con frequencia una mezcla de verdades y mentiras, que es la forma más refinada de la mentira, pero, al fin y al cabo, una mentira. Marco combina ficción y realidad, sin querer, por ignorancia o descuido. En ambos casos el resultado es idéntico. En su relato de la liberación de Flossenbürg publicado por la revista de historia L’Avenç, Marco afirma que, al igual que en otros campos de concentración, en éste existía una cámara de gas. Falso: en Flossenbürg nunca hubo una cámara de gas.
En El Impostor Javier Cercas utiliza varias expresiones para referirse a Enric Marco: unas veces Marco, otras Enric, nuestro hombre, Don Quijote, Alosno Quijano, un novelista, genio… pero a mí, la que más me gusta es la de poeta. Lean el libro y sabrán el porqué. No tiene desperdicio.